No son los años lo que nos hace olvidar a una persona. Han pasado ya veinticinco de la muerte de Guillem Rovirosa, y estoy seguro de que pocos entre los que le trataron le habrán olvidado. Su mirada, sonriente y tierna, acogedora, o seria y fuerte, también acogedora, penetraba a aquel en quien se posaba. Sólo un hombre que no entienda de miradas puede haberle olvidado.
Era de madrugada cuando llegué al Hospital Clínico de la Ciudad Universitaria de Madrid. Juliana me cedió el sitio junto a Rovirosa. Le cogí la mano, le dije quien era y añadí: «Rovirosa, todos los días me ayudabais la misa en el oratorio de la hospedería de Montserrat; ahora soy yo quien ayuda a vos su misa». Me apretó la mano, medio abrió los ojos, y entendía que decía: «¡Que felicidad!». A las siete le susurré: «A esta hora los niños de la Escolanía empiezan en Montserrat su misa y rogarán por vos. Ya sabéis vos cuanto os quieren». Otro apretón de manos y un esfuerzo por verbalizar algo que no llegué a entender. A media mañana llegaron dos monjes de Montserrat que pasaban un tiempo en el Paular, y pareció que ya no les conocía.
Las coordenadas de tiempo y de espacio se tornan nebulosas, pero los gestos significativos destacan nítidos y preciosos. Muchas son las anécdotas que podría desempolvar si tratara de recordarlas, pero pienso fijarme sólo en un punto para mí fundamental. Rovirosa ingresó en Hospital como ingresa un paciente cualquiera, sin que nadie se preguntara de manera especial quién era aquel hombre. Salió en cambio habiendo dejado una serie de interrogantes por lo menos entre el personal sanitario, monjas y enfermeras, resumidos todos en esta pregunta básica: ¿Quién es ese hombre a quien tanta gente quiere tanto?. La respuesta, después de ver, escuchar y pensar, no podía ser otra: ¡Un hombre que supo muchísimo amar!
Fue el gran secreto de Rovirosa. Pasó por muchas peripecias a lo largo de su vida, pero encarnó siempre en ella aquella sublime secuencia en que se manifiesta la obra de Dios en nosotros: amar, comprender, perdonar, valorar, exigir.
Se lamentaba alguna que otra vez de que la educación religiosa que por aquel entonces se solía impartir, se empezaba exigiendo; era comenzar el edificio por el tejado. Con una fina intuición adivinó que cualquier exigencia que no sea fruto de una valoración nacida de un amor que comprende y perdona está condenada al fracaso. Toda su vida fue un amar a Dios en una búsqueda constante y en un respeto admirado del valor del hermano.
De Rovirosa podemos decir que fue un experto en caridad, no en aquella caridad equivalente a diez céntimos, como solía decir él muy seriamente, sino en la caridad infinita de Dios que inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.
Reza así una bienaventuranza atípica: Dichosos los que saben olvidar una mueca y recordar una sonrisa.
¡Gracias sean dadas al Padre por vos, Guillem Rovirosa, que en unos pocos años de convivencia en la hospedería de Montserrat nos habéis iluminado con sonrisas como para ser felices recordándolas toda la vida!
Si en la tarde nos van a examinar del amor, ¿no será por que sólo amor queda?