Presentamos un testimonio sobre Guillermo Rovirosa, promotor de la militancia obrera cristiana y maestro de espiritualidad desde los pobres, hoy en proceso de beatificación, escrito por el entonces Obispo de Madrid, Alberto Iniesta, y publicado en el diario EL PAIS el 4 marzo de 1989.
Para una mirada superficial, podría parecer que no se den entre los intelectuales de nuestra época aquellas resonantes conversiones al cristianismo que se dieron en tiempos pasados, como las de san Pablo, san Justino, san Agustín, etcétera. Por el contrario, también en época reciente ha habido conversos, como León Bloy, Edith Stein, García Morente, Alexis Carrel, Paul Claudel, Giovanni Papini, Thomas Merton o François Mauriac, todos ellos fallecidos en este siglo, por citar solamente algunos de los más famosos y sin tener en cuenta los muchos que todavía viven, como el cardenal Lustiger, arzobispo de París, de origen judío; el famoso escritor británico Graham Greene, o la rusa Tatiana Goricheva, entre otros.
El 27 de febrero se cumplieron 25 años de la muerte de uno de estos hombres, buscadores insaciables de la verdad, de una verdad tan grande que pudiera llenarles completamente el corazón. Me refiero a Guillermo Rovirosa, al que bien podríamos comparar con san Agustín en su peregrinar por los diversos sistemas de religión y pensamíento que pudieran convencerle plenamente.
Durante dos años se dedicó al espiritismo. Luego estuvo investigando y practicando en la teosofia. «Aquí», dice, «el deslumbramiento fue mayor y duró más tiempo. Empezó ganándome la voluntad el lema de la Sociedad Teosófica que dice así: ´No hay ninguna religión que esté por encima de la verdad´. Profesan», sigue él, «una especie de sincretismo, afirmando que todas las religiones que existen o han existido contienen una parte de la verdad, pero que no hay ninguna que la tenga toda. El progreso religioso, por tanto, consiste en ir separando el grano de la paja en todas las religiones para ir construyendo la gran religión sintética en la que todo sea verdad. Esto me entusiasmó, y me puse a estudiar tanto como pude todas las religiones, menos la de Cristo. De ésta», pensaba yo, «ya estoy de vuelta… Cada descubrimiento era un nuevo placer».
Y así va explicando cómo pasó sucesivarnente por el parsismo,, el budismo, el hinduismo, el confucianismo… A la muerte de su suegro, en 1930, marcha con su esposa a París, buscando mejores horizontes para su trabajo en la industria del juguete mecánico, inventando también un nuevo modelo de proyector cinematográfico que perfeccionaba en varios aspectos los ya existentes por entonces. A finales de 1932, caminando distraídamente por la Rue de Vaugirard, cerca del Louxembourg, se encontró con una gran muchedumbre a la puerta de la iglesia de San José. Por pura curiosidad preguntó qué ocurría, y le informaron que estaba allí en visita pastoral el arzobispo de París, cardenal Verdier, muy conocido y hasta discutido en la opinión pública francesa por su decidida promoción del arte sagrado moderno, habiendo pedido en varias ocasiones a Le Corbusier, entre otros artistas de vanguardia, su colaboración para las iglesias de la periferia de París.
«Empujado por la curiosidad, entré como pude para ver -todos los subrayados son de Rovirosa- al hombre de moda. Yo iba solamente para verle, y ya me habría dado por satisfecho. Pero resulta que, además, le oí. El. oírle fue cosa de dos o tres minutos, y lo que capté fue este concepto: ´El cristiano es un especialista en Cristo, y de la misma manera que el mejor oculista es el que más sabe de teoría y práctica de ojos, así el mejor cristiano es el que mejor sabe de teoría y práctica de Jesús´. Entonces me di cuenta de que de Jesús nada sabía, ni de teoría ni de práctica. Y me entraron ganas de saber algo. Lecturas y más lecturas. Me impresionó la Vida de Jesús de François Mauriac, escrita poco tiempo después de su conversión. Fue san Agustín el que abrió mis ojos a la luz de la verdad».
En efecto, vuelto a España y a Madrid, por razones profesionales, a finales del año siguiente practica un mes de oración y de meditación en El Escorial, orientado por un padre agustino del que guardó siempre un entrañable recuerdo, el padre Fariña, luego asesinado en Patacuellos, sobre el libro de las Confesiones, de san Agustín. El día de Navidad de aquel año 1933 hizo lo que él llamaba su «segunda primera comunión».
Al llegar la guerra civil y comenzar el asedio de Madrid tuvieron que abandonar su domicilio en la zona de la Universitaria, convertida en frente de guerra, y decidieron instalarse muy espartanamente en los sótanos de la empresa de electricidad de la cual era director, situados en la zona de Gran Vía. Allí habilitó una capilla, donde se las arregló para que diariamente se celebrase al menos una misa, a la que acudían numerosos amigos y feligreses de aquella parroquia. «Nos la jugábamos cada día», dice, «pero salíamos confortados, llenos de Jesucristo, que era lo más importante». En aquel templo clandestino se distribuyeron más de 6.000 comuniones y se celebraron dos navidades y tres semanas santas, como anota el mismo Rovirosa meticulosamente.
El matrimonio trasladó más adelante su vivienda a otros sótanos de la calle de Bárbara de Braganza, donde se habían recogido los restos de la biblioteca saqueada de Fomento Social, de los jesuitas. Allí aprovechó los largos tiempos de forzoso encierro para estudiar a fondo las cuestiones sociales y económicas, y más concretamente la doctrina social de la Iglesia. Él dirá después que allí ocurrió su «segunda conversión».
Pero en lugar de entusiasmarse con aquella doctrina, la encontró más bien como una concepción burguesa de la vida cristiana y de la sociedad, impresentable al mundo obrero. Así los pobres no podrían ser evangelizados, que era su obsesión, adelantándose a uno de los grandes principios del Concilio Vaticano II.
Por denuncias de un alto cargo de su empresa, al que Rovirosa perdonó cordialmente, en septiembre de 1939 es encarcelado en la cárcel de Porlier. Porque era tan aceptado entre los trabajadores, pese a su cargo directivo, que durante la guerra había sido elegido por ellos mismos como presidente del comité obrero de la empresa. Fue condenado a 12 años y un día, pero, por una serie de coincidencias, indultado un año después, y desde entonces se dedicará durante toda su vida a la lucha obrera y al apostolado entre los obreros. Su bautismo de fuego fue en una de las parroquias de Vallecas, precisamente en la del Dulce Nombre, en la que yo viví durante 12 años, en el barrio de Doña Carlota.
Sería interminable relatar, ni siquiera en resumen, el resto de aquella vida, entregada totalmente a su fe y a su ideal hasta la muerte, ocurrida en el hospital Clínico de Madrid, el 27 de febrero de 1964, a causa de una embolia cerebral. Baste decir que él fue, juntamente con Tomás Malagón, uno de los que más y mejor han orientado e impulsado la pastoral obrera en España.
Promotor del apostolado especializado dentro de la Acción Católica y fundador de la HOAC; fundador del semanario Tú, que llegó a tirar 50.000 ejemplares y fue la bestia negra de los ministros de Franco; iniciador de los grupos obreros de estudios sociales, los famosos goes, que protagonizaron tantos conflictos con la policía de la dictadura; el que elaboró el Plan Cíclico de Formación de militantes, un verdadero monumento pedagógico y doctrinal que ha fraguado muchas generaciones de militantes; el que inició en Montserrat, donde vivió largas temporadas, el Boletín de la HOAC, luego transformado en el actual Noticias Obreras, etcétera.
Además esbozó un ensayo de solución a los problemas sociales y económicos, desde la inspiración cristiana, al que llamó Manifiesto comunitarista. El mismo Rovirosa recalcaba al final de su trabajo que solamente pretendía «ofrecer un punto de partida a sus hermanos los obreros de la HOAC para que entre todos se pueda elaborar un plan concreto de realización práctica, encaminado a que las normas sociales de la Iglesia dejen de una vez de ser exclusivamente palabras, palabras, palabras».
No se puede ignorar que desde entonces el cuerpo de doctrina de la Iglesia católica sobre los problemas económico-sociales se ha reformulado ampliamente en sus principios y ha avanzado proféticamente en sus contenidos, desde Juan XXIII hasta Juan Pablo II, pasando por el concilio y Pablo VI, gracias en buena parte a hombres como Guillermo Rovirosa.
De él dijo en 1977 monseñor Pont i Gol, entonces arzobispo de Tarragona: «He aquí un profeta; es decir, un hombre traspasado por la palabra devoradora de Dios, como Jeremías, como Isaías, como Amós, como el Bautista. ¿Vale la comparación? Yo asumo el riesgo de hacerla». Y añadía, al final del prólogo a la biografía de García Soler, de la cual he tomado las citas de este artículo: «Los pobres no son evangelizados. Es el grito y el reto y la urgencia de nuestro momento. Un profeta nos lo ha dicho a la cara».
Hace pocos días, con ocasión de un viaje pastoral por Tarragona y Mallorca, fui a visitar a José Pont i Gol, ahora emérito de aquella diócesis. Al preguntarle si volvería a decir lo mismo, me respondió con energía, adaptando la famosa frase de Rovirosa cuando aún entre algunos cristianos era puesto en entredicho, como reafirmando su fe cristiana y su pertenencia eclesial: «Ara més que mai…!»
(«Ahora más que nunca…»).
Monseñor Alberto Iniesta Jiménez, obispo emérito de Madrid