Rasgos autobiográficos
Guillermo Rovirosa

La navidad

Es patente el peligro de las interpretaciones burguesas de la Navidad… parece que la fiesta glorificadora de la pobreza y de la humildad se haya de conmemorar exclusivamente por orgías de culto bestial a la gula… Ni reducirse tampoco a lo típico, a lo folklórico, es el espíritu de la liturgia.

¡El niño de Belén es Dios! Y llenos de amor, los Magos de oriente vienen a postrarse ante El y a proclamar su Realeza. Todos los hombres están llamados a la santidad. ¡Para todos se enciende una estrella!

La eterna Epifanía- Cristo, la Iglesia, la Eucaristía- se quiere manifestar a millares, a millones de personas que viven desconociendo la Navidad, que debe tener lugar en cada alma… ¡Hemos visto la estrella! Con los pies ligeros, con el corazón en vigilia, con los ojos relucientes, con el alma extasiada, ¡hemos captado toda la belleza de la vocación!.

Hemos abandonado con gusto la comodidad, la pereza, el “no hay nada que hacer” las manías tradicionales, el pesimismo, el embobamiento ante cualquier hombre, el fiarnos del dinero, el comulgar con ruedas de molino… y llenos de alegría, amando con todo el alma a Cristo .. ¡no nos deslumbran apariencias!

¡Hemos visto la estrella! Y para nosotros… esa estrella no se ocultará.

Guillermo Rovirosa

Guillermo Rovirosa y Julián Gómez del CastilloSi ha habido un continuador y un divulgador de la vida y obra de Guillermo Rovirosa, ese ha sido Julián Gómez del Castillo. Apartados de la HOAC, juntos fundaron la Editorial ZYX, que Rovirosa quería convertir en «la HOAC real».

Conversión

Un día pasaba por delante de la parroquia de S. José y vi mucha gente agrupada delante de la iglesia, pregunté qué ocurría y me dijeron que el cardenal Verdier hacía su visita pastoral y predicaba en el interior. Entonces se hablaba mucho del cardenal en los papeles, a causa de las nuevas parroquias que hacía edificar por Le Corbusier en las afueras de París. Tuve la curiosidad pueril de conocer a un hombre tan renombrado y pasé al interior. No le oí gran cosa, pero fue suficiente. Retuve estas palabras: De la misma forma que el mejor oculista es aquel que conoce mejor los ojos, así el mejor cristiano es aquel que conoce mejor a Cristo. Entonces me pregunté si yo conocía a Cristo, e incluso si le conocían aquellos que habían querido enseñarme la religión en mi juventud. Mi respuesta fue un no categórico. Y en principio por curiosidad, y sin querer dar una gran importancia al asunto, tomé la decisión de documentarme sobre el caso. Unos días después yo compraba la Vida de Jesús, de Mauriac, que me gustó mucho, pero que no cambió mi escepticismo.

Hay que decir que mi mujer había seguido mis avatares en el espiritismo y la teosofía, pero que tras la muerte de su madre había vuelto a las prácticas religiosas, que yo respetaba, pero que en ninguna manera compartía. Su sencillez me conmovía, pero no podía convencerme. Ella se alegró mucho que yo me interesara por conocer a Cristo, y rogaba, pedía incansablemente. Entonces fuimos a Compiégne. Mi trabajo me dejaba mucho tiempo para leer, y yo leía todo lo de una manera seria se refería este asunto. Cobré una gran simpatía por Jesucristo y ciertos santos, pero había una cosa que de ninguna manera podía admitir: Un hombre es Dios, Dios es un hombre.

Después de varios meses no se veía el sol en Compiégne; se hacían incluso rogativas por la detención de la lluvia. Para un español eso tiene una cierta importancia. Entonces yo escupía un poco de sangre a consecuencia de una irritación en los bronquios y, como tenía algunas economías, pedí unas vacaciones de dos o tres meses, para ir a España. Todo ésto ocurría a principio de noviembre de 1933. Fuimos a El Escorial, cerca de Madrid, donde se hallaba el célebre monasterio. Allí mi mujer conoció a un agustino del monasterio, el padre Agustín Fariña (0.S.A.), que quiso concederme algunas entrevistas.

El padre Fariña fue asesinado al principio de la guerra española (agosto 1936) con la casi totalidad de los monjes del Escorial, y he guardado de él un recuerdo muy tierno y agradecido, porque en el orden sobrenatural, el siguió un método muy parecido a aquel que siguió mi padre en el orden moral. Evitó desde un principio en nuestras conversaciones el tema religioso, y nuestras entrevistas trataban de asuntos que nos interesaban a los dos. Me regaló «Las Confesiones», de San Agustín, y me propuso no hablar de religión hasta después que las hubiera leído metódicamente.

Aquí debo hacer una disgresión para decir que, desde mi juventud, cuando tomo un libro, lo hago, no con un prejuicio favorable hacia él, sino como un enemigo con el que voy a batirme lealmente, si él lo consiente. Muchas veces, para mí en cada libro cerrado, hay una carga de ideas que se oponen a las que yo he aceptado y que forman parte ya de mí mismo. El autor intentará hacerlas valer ante mí, y yo voy a defenderme valientemente hasta la última trinchera. Si soy vencido, siempre he considerado un honor el declararlo noblemente. Soy, creo yo, un lector muy exigente, tanto para mí, por lealtad, como para el autor por honestidad.

Con esta disposición, tomé «Las Confesiones» de San Agustín y luché encarnizadamente con él. Entonces toda la dificultad, para mí, estaba en aceptar a Jesús como verdadero hombre. La lucha duró hasta el capítulo VII, al fin del cual tuve la dicha de rendirme con armas y bagajes. Fue el descubrimiento de la humildad, la pobreza y el sacrificio encarnados en la vida de Jesucristo y fundamento de su mensaje de Amor, lo que me hizo ver la originalidad del cristianismo con relación a las otras religiones. Comprendí entonces que ese mensaje no podía ser «pensado» ni dado por un hombre, ni siquiera por un hombre (ni un ángel) enviado por Dios, pues hubiera adolecido de falta de fuerza moral, y con toda razón yo hubiera podido burlarme de él. Ese mensaje no podía partir más que de Dios. Y no hubiera tenido valor para los hombres, si no lo hubiera puesto en un Dios Encarnado. Verdaderamente los profetas hablan de estas cosas, pero nadie les hizo caso; incluso después de Jesucristo casi nadie hace caso, solamente los santos han sido «sensibles». Todas estas cosas sobrepasan la naturaleza humana. La mayor parte de los llamados cristianos dejan estas cosas de lado, y engrandecen los alrededores. Entonces comprendí mi apostasía a los 18 años: Yo había dejado no a Cristo ni al cristianismo, sino un erzatz, que se me había querido hacer aceptar como mercancía «de marca». Pero «la marca» yo no la conocí a los 18 años, la conocí a los 36.

No tuve ninguna necesidad de discutir con el padre Fariña; aquella tarde, cuando yo llegué a su celda, no le dije más que esto: Le pido que me confiese. ¿Cuánto tiempo duró la confesión? No lo sé. Lo que si sé es que en mi corazón no había gran espacio para la atrición y el dolor; tanta era la alegría que lo invadía. Lloré largamente; fui dichoso, plenamente dichoso, y aquellas lágrimas las considero como mi bautismo de fuego.

El día de Navidad de 1933, a las 6 de la mañana, yo hice mi verdadera Primera Comunión, y cada día desde entonces miro mi comunión diaria como la continuación de aquella que fue mis primicias de Comunión Eterna.

Permanecí aún dos meses en El Escorial. Fue un invierno muy nevado. Cada mañana, antes de las 6, en plena noche, yo encontraba ante mi puerta un mantel blanco que limpiaba juntamente con mi mujer para ir a la misa del padre Fariña a las 6 en el altar del sacramento. Casi siempre estábamos solos en esa misa; tras ella se extinguían los pocos cirios de la inmensa Basílica (réplica de la de San Pedro de Roma) y entraba en un silencio total hasta las 7, y en la oscuridad, atravesada solamente por la pequeña llama del sagrario, permanecíamos muy cerca de El. Aquellas mañanas, antes de apuntar el día, yo las miro hoy como los mejores recuerdos de mi vida.

Fue un deslumbramiento. Había encontrado la clave. Con las ideas de pobreza, humildad y sacrificio, yo me embriagaba del Nuevo Testamento. Todo era maravilloso, radiante, inmenso, era una verdadera apoteosis.

Después fui a Madrid para volver a Francia. Pero cuando iba a tomar mi billete, encontré a un amigo de la infancia, que me propuso que me quedara unos meses para ayudarle en sus trabajos. Acepté; y aquellos pocos meses se prolongaron hasta el presente.