Rasgos autobiográficos

Todos los hombres están llamados a la santidad

Guillermo Rovirosa

Rovirosa de niño

Rovirosa Niño

El cristianismo no es una cosa más en la vida del cristiano, las sobras de lo que las otras cosas permiten; sino que es lo único necesario, de tal manera que todo lo demás toma su dimensión en función del vivir cristiano.

Guillermo Rovirosa

Rovirosa con muleta
Tiempos de niño

Prefiero que el uso de mí nombre sea Guillem, en catalán, a Guillermo que es la versión española. Guillem Rovirosa, nacido en 1897 en Vilanova i Geltrú, en Cataluña. Fui el último de los tres hijos de un hogar de campesinos. Cuando yo vine al mundo nadie me esperaba (mi hermano anterior era siete años más viejo que yo), y mi madre y todas las mujeres que la rodeaban, se habían puesto de acuerdo en que lo que debía nacer era una niña, que era la gran ilusión de mi madre, tener una hija. Hasta el punto de que en el momento de mi nacimiento, y al darse cuenta de que yo era un niño, resultó que nadie había previsto nombre para mí, y los nombres tradicionales en la familia, los llevaban ya mis dos hermanos, Santiago y José. Entonces alguien se acordó que mi bisabuelo había querido que alguno de sus hijos se llamase Guillermo, pero no lo había conseguido, pues los dos niños que se habían bautizado con ese nombre habían muerto en temprana edad. Y ésa es la razón de que yo lleve un nombre que no tiene semejante en toda mi familia.

En un mundo agrícola, con todas sus rutinas y su estrechez de vida, mi padre era una excepción; era abierto y muy deseoso de poner en obra toda la técnica agrícola moderna (de su tiempo), lo que le valió casi su ruina, pues sus colaboradores no podían seguirle. Era en mi opinión, el prototipo de lo que los ingleses llaman un «gentleman farmer». Perdí a mi padre a la edad de nueve años, pero guardando de él un recuerdo muy vivo y preciso, y una gratitud inmensa, pues él ha marcado toda mi vida en lo que voy a decir: De pequeño yo no era como los otros niños, sino diez veces peor que todos juntos; no había maldad de la que yo no fuera el organizador y el principal o único autor. Pues bien; mi padre jamás me pegó; si lo hubiera hecho, estoy cierto hoy, jamás hubiera tenido interés en llegar a ser un hombre honrado. Pero nunca me pegó; él me tomaba sobre sus rodillas y de su boca (rodeada de una barba de patriarca) no salían más que reflexiones, como se le harían a un hombre de treinta años. Comenzaba siempre por una apología de la verdad, que, en su opinión, era la única cosa que hacía verdaderamente HOMBRE al hombre. Y entonces con toda paciencia, me «tiraba de la lengua» a base de besos y caricias, hasta confesar todas mis maldades, no solamente las hechas, sino también lo más íntimo de mi conciencia. Yo jamás fui capaz de mentir a mi padre; absolutamente imposible. Después me conducía a hacer por mi mismo el juicio, a hacerme decir lo que yo debía pensar, de todo ello… La cosa se terminaba siempre en sollozos; yo me cogía a su cuello y le pedía solamente que se callara, que yo ya no lo haría otra vez. Me acuerdo muy claramente que, numerosas veces, en el momento de preparar o de comenzar cualquier maldad, recuerdo de lo que me esperaba sobre las rodillas de mi padre era suficiente (ampliamente suficiente) para detenerme y hacerme cambiar. Si me hubiera pegado… no puedo ni pensarlo y ¡hubiera sido la catástrofe!. Ese culto de la verdad y ese pánico a mi propio juicio es la maravillosa herencia que yo he recibido de mi padre y 1o que me hace bendecir por siempre su memoria. En mi país existía la costumbre de mejorar al hermano mayor en la herencia, y yo no recibí más que una parte mínima de los bienes materiales de mi padre; hoy comprendo lúcidamente que quien ha sacado el gran lote de mi padre he sido yo.

Mi madre era una mujer de una religiosidad y una piedad extremas. Cuando yo tenía solamente unos meses de existencia, fue afectada de una parálisis, reducida a no poder en absoluto moverse. Conservaba en plena lucidez solamente su cabeza, el resto como si estuviera muerta. No me acuerdo de haberle oído nunca ni una queja, ni la más pequeña. Daba gracias al buen Dios de tenerla cerca de sí en la cruz. No podía yo entonces comprender todo esto; en realidad lo he comprendido después, y absolutamente en el sentido opuesto, y el espectáculo de mi madre cuando yo la perdí (a mis 18 años) ha sido uno de los principales motivos de mi apostasía. Mi madre, ni se quejaba, ni pedía nunca nada, había que adivinar sus necesidades y deseos. Pero, en su inmovilidad se preocupaba de todo y todos los detalles, incluso los más ínfimos. En mi espíritu, estúpidamente lógico, aparecía con una nitidez excesiva el contraste entre lo que mi madre merecía y lo que la vida le había concedido. Esta Providencia, de que se me hablaba, era un sinsentido. Mi exigencia de verdad me llevaba a no concebir como verdadera una tal Providencia.